Haga clic en la imagen
para ir a "La acera" de Salvador Ulayar


"El eco de los disparos" es un reportaje del periodista Javier Marrodán Ciordia. Se publicó en Diario de Navarra el día 3 de diciembre de 2000, día de San Francisco Javier.
Día de Navarra en el que el gobierno foral hizo entrega de la Medalla de Oro de Navarra a las
VÍCTIMAS DEL TERRORISMO.



El eco de los disparos




ETA asesinó en 1979 a Jesús Ulayar en Echarri Aranaz. Veinte años después, sus hijos cuentan cómo ha sido la vida sin él.


Cuando un comando de ETA asesinó a su padre en Echarri Aranaz, los hermanos Ulayar guardaron en una carpeta los recortes de las noticias que se publicaron sobre el crimen y el funeral. Cuando poco después la Guardia Civil detuvo a los autores del atentado, añadieron las informaciones consecuentes a las que ya tenían. También fueron a parar a la carpeta algunas de las cartas que recibieron en aquellos días «durísimos», y los comunicados de uno y otro signo que mantuvieron abierta la herida durante las semanas y los meses siguientes. Los interminables certificados y documentos que generó el suceso quedaron igualmente archivados, lo mismo que la sentencia, las solicitudes de ayuda y diversos autos judiciales.
A la primera carpeta se unieron una segunda con fotografías y recuerdos anteriores a la muerte –probablemente los únicos que escapan al dolor que ha marcado la existencia de la familia durante los últimos veinte años– y una tercera con nuevos recortes sobre la excarcelación y el regreso al pueblo de los asesinos, que abandonaron la prisión entre 1996 y 1998, cuando el Ayuntamiento de Echarri Aranaz, el mismo del que fue alcalde Jesús Ulayar entre 1969 y 1975, ya les había nombrado hijos predilectos.
Todo ese material –las pruebas documentales del drama– descansa ahora en una maleta, a salvo de miradas inoportunas o interesadas, lejos de un ambiente que llegó a hacerse irrespirable, protegido de unos acontecimientos que renuevan su duelo, y el de tantas otras víctimas, con atentados crecientemente salvajes e incomprensibles.
La maleta de los Ulayar, inevitablemente negra, no deja de ser una metáfora de su propia existencia, hipotecada desde hace dos décadas por la violencia de ETA. Ahora, con ocasión de la entrega de la Medalla de Oro a las víctimas del terrorismo, han accedido a abrirla, a mostrar el alcance de los tentáculos que en 1979 segaron la vida de su padre y que, veinte años después, siguen oprimiendo la suya.

I. UNA FAMILIA NORMAL
«En casa se quejaba cuando no hablábamos en vasco»

Entre los papeles más antiguos que alberga el improvisado archivo de la familia Ulayar hay algunos documentos de tipografía y pólizas anacrónicas relativos a la filiación del padre asesinado, Jesús Ulayar Liciaga, hijo de José Miguel y de Inés, nacido en Echarri Aranaz el 3 de septiembre de 1924. Son los certificados que sus hijos tuvieron que rescatar con ocasión del atentado, del consiguiente proceso judicial y del enrevesado itinerario burocrático que han debido completar para obtener las ayudas que concede el Estado a las víctimas del terrorismo. Los impresos, desvaídos por el tiempo y los trámites interminables, no dicen nada de la historia de un hombre cuyos ascendientes más remotos ya vivían en la localidad en la que él encontró la muerte. «En libros de la parroquia del siglo XVII ya aparecen nuestros apellidos», explican los hijos, cuya genealogía carece de apellidos castellanos.
Los certificados tampoco cuentan que Jesús Ulayar conoció en Echarri a Rosa Mundiñano Ezcutari, ni que ambos se casaron en la parroquia del pueblo, dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, en febrero de 1955. La boda, en cambio, aparece en varias fotografías de elegantes márgenes blancos, las primeras imágenes de una serie que fue ampliándose con la llegada de los niños: Jesús en 1955, José Ignacio en 1959, María Nieves en 1963 y Salvador en 1965.
Mezcladas con las instantáneas familiares aparecen otras de origen y contenido heterogéneos que los hijos, en un contrapunto a la ausencia que el asesinato impuso en sus vidas, son capaces de descifrar de inmediato. Una de esas fotografías, por ejemplo, muestra a Jesús Ulayar pedaleando en las rampas del puerto de Lizarraga sobre un viejo ciclomotor Guzzi cuyo austero motorcillo debía ser complementado cada pocos minutos con el esfuerzo humano. La imagen fue tomada durante una apuesta que el propietario del vehículo había cruzado días antes con «Paco el panadero», que acababa de comprarse una motocicleta último modelo. «Nuestro padre», lo cuenta José Ignacio, «le solía hacer bromas sobre la capacidad de la nueva moto y acabaron retándose a subir el puerto. El día que lo hicieron fue mucha gente del pueblo, incluso vinieron algunos periodistas de Pamplona. Para compensar la diferencia de los motores, el panadero le dejó un poco de ventaja. Ganó nuestro padre, que había andado mucho en bicicleta y que no dejó de pedalear hasta que llegó arriba».
Si la anécdota revela el talante abierto y cordial de Jesús Ulayar, otra de las fotografías descubre a la vez su carácter emprendedor, una disposición que le llevó a vender seguros y a hacer pólizas de decesos de casa en casa, en unos recorridos minuciosos que con el tiempo también aprovechó para llevar bombonas de butano, improvisado recurso que acabó empujándole a su vez a montar un pequeño comercio de estufas y electrodomésticos. La imagen en cuestión fue tomada poco después de que aquel negocio echase a andar, con ocasión de una carrera ciclista que se organizó en Echarri Aranaz. La indesmayable afición de Jesús Ulayar por la bicicleta ya le había llevado en más de una edición a ejercer de coche escoba con su Citroën «Dos caballos», pero aquel año decidió aprovechar la circunstancia para hacer a la vez propaganda de su recién inaugurada tienda: sujetó sobre el techo del automóvil la estufa más moderna de las que tenía en venta y colocó junto a ella, sentada en una silla, a una muñeca gigante disfrazada de anciana, dispuesta como si se calentara las manos. Con semejante escena amarrada a la baca del vehículo completó sonriente el recorrido.
Hay fotografías, asimismo, que descubren su cariño espontáneo por las tradiciones y la cultura de su tierra: en una se le ve iniciando el «dantzaki», un baile típico que rubricaba la mayor parte de las fiestas de la localidad. Sus hijos también le recuerdan cantando el «Gernikako Arbola» al finalizar la tradicional romería de San Adrián, en torno a un fornido roble que hacía las veces del original.
Junto a las fotos, amarilla y cuarteada por las prolongadas dobleces, hay una página del Diario de Navarra correspondiente al 5 de octubre de 1977 en la que se da cuenta de las fiestas de Echarri, incluida una entrevista al alcalde accidental, Javier Mauleón, que se quejaba de que muchas necesidades del pueblo no se podían atender por falta de dinero. El artículo va acompañado por una decena de pequeños anuncios locales, de los que sólo uno incluye una frase en euskera. Dice así: «Jesús Ulayar Liciaga Electrodomésticos les desea felices fiestas. Festa on batzuek igaro ditzazutela».
Lo del idioma, en cualquier caso, es un aspecto que no precisa testimonios escritos: sus hijos conservan frescas las repetidas quejas que escucharon de su padre por no utilizar el vasco. «Él siempre hablaba en vasco con nuestra madre y con sus hermanos», recuerda José Ignacio. «Cuando se dirigía a nosotros también lo hacía en vasco, pero la mayoría de las veces le respondíamos en castellano, que era el idioma que utilizábamos en la escuela. Le sabía mal y nos reñía, aunque hubo un momento en que nos dio por imposibles».

II. UN ALCALDE EN CASA
«Su trabajo en el Ayuntamiento nos dejó cortos de padre»

Hay episodios de aquella misma época que no tienen referencias escritas ni gráficas, pero que los hijos guardan como pequeños tesoros. Uno de ellos, las expediciones familiares a los Sanfermines, que consistían en una comida en «lo verde» de la Vuelta del Castillo y un recorrido por las barracas que siempre terminaba con la consabida exclamación paterna: «Es el último año que venimos». Otro, las partidas de futbolín con el dinero de las bombonas de butano vacías que su padre les había enviado a recoger. Un tercero, la construcción del belén en Navidades, cuando Jesús, el hermano mayor, se encargaba de «diseñar» el montaje mientras los demás recorrían los alrededores del pueblo en busca de musgo y piedras. Todos los hermanos tienen su pequeña colección de recuerdos, a veces anécdotas y sucedidos triviales que el atentado dejó grabados de forma indeleble. María Nieves habla en su caso de la vez que su padre la sacó a bailar en la cocina mientras la radio desgranaba un pasodoble. «Yo tenía doce años y me sentí muy importante, aunque nunca se lo pude decir».
De todos modos, los cuatro hermanos coinciden en que la suya fue una niñez que «se quedó corta de padre». La razón de esa carencia no fue otra que la dedicación de Jesús Ulayar al Ayuntamiento de Echarri, en el que entró como concejal en 1967, y del que fue alcalde de 1969 a 1975. Mientras ojean algunas de las entrevistas que le hicieron en ese periodo, también guardadas en la maleta, evocan sus múltiples reuniones y compromisos, los continuos viajes a Pamplona, las gestiones en los pueblos del entorno, y la consecuencia última de ese ingente volumen de actividad: las pocas horas que pasaba en casa.
José Ignacio y María Nieves, según cuentan, tienen grabada la imperdonable siestecilla que su padre descabezaba después de comer en uno de los sillones del cuarto de estar. «Se tapaba siempre la tripa con un jersey o una pequeña manta», recrean la escena, uno de los pocos momentos de tranquilidad cotidiana que le permitía el cargo. «Tiempo después descubrimos que debajo de la manta escondía el rosario que iba rezando mientras aparentaba que dormía». El detalle, añaden, simboliza el porqué de la entrega de su padre al trabajo municipal: «Él fue siempre muy recto y muy leal, su única ambición fue la de servir a su pueblo y a sus vecinos, y nunca cobró nada por hacerlo».
Sin embargo, hubo personas en Echarri que no lo entendieron así y que aprovecharon un episodio concreto –la división de opiniones que se creó en la localidad a propósito de qué debía hacerse con el solar de las antiguas escuelas municipales– para empezar a colocar etiquetas sobre el alcalde, que incluso llegó a presentar su dimisión, aunque el gobernador civil no se la aceptó. «El gobernador estaba convencido de que era un buen gestor», dicen sus hijos, a pesar de que tanto en su despacho como en otros de Diputación o de la Caja de Ahorros le recibiesen siempre con una cariñosa prevención: «¡Ya ha venido otra vez Ulayar a pedir dinero para su pueblo!».
Jesús Ulayar siguió insistiendo y en septiembre de 1975, desilusionado por la respuesta que habían tenido su trabajo y sus desvelos, logró abandonar finalmente el Ayuntamiento. Se centró entonces en su trabajo –la tienda de electrodomésticos y la funeraria que también había puesto en marcha tiempo atrás– y recuperó algo de la vida familiar que le había hurtado el cargo, pero no se deshizo de los distintos sambenitos que le había ocasionado. Más aun, los primeros compases de la transición crisparon sobremanera el ambiente de Echarri Aranaz, hasta el punto de que el ex alcalde llegó a temer por su propia vida. El miedo no era gratuito en una zona que ya entonces estaba sirviendo de vivero a ETA.
Al ex alcalde se le vinculaba con el franquismo recién extinguido y se le imputaban, siempre de forma solapada, muchos de los males atribuidos a los cuarenta años de dictadura, como si el odio y los rencores larvados durante generaciones fueran consecuencia de su gestión. Pocos parecían reparar, se lamentan sus hijos, en que su trabajo al frente del Ayuntamiento había sido justamente eso, una gestión, y que los problemas que consumieron su tiempo y sus esfuerzos consistieron en la mayoría de los casos en tareas menudas, prácticas, cotidianas, nada que ver con los agravios históricos y las injusticias seculares que invocaba el nacionalismo más radical. Sin embargo, la tensión y los temores crecieron rápidamente.
No hay papeles ni recortes que reflejen esa inquietud, pero los hijos de Jesús Ulayar, a la vuelta de los años, han descubierto el sentido de algunas frases, gestos y actitudes que en su momento les parecieron extraños y que llegaron a atribuir al talante extrovertido de su padre, «que hacía difícil saber con certeza cuándo estaba de chunga y cuándo no». Con todo, los progresivos ensimismamientos del padre fueron extendiendo la preocupación al resto de la familia. Salvador, que entonces tenía doce o trece años, ha retenido la respuesta que obtuvo de él cuando se interesó por uno de aquellos prolongados silencios: «A mí algún día me pegarán cuatro tiros». Después de pronunciar la frase que escuchó a su padre, Salvador baja la cabeza y resume con cinco palabras los acontecimientos que se produjeron poco después: «Sólo se equivocó en uno».

III. EL ATENTADO
«Recuerdo perfectamente la pistola: negra y sin brillo»

El 27 de enero de 1979 cayó en sábado. El periódico del día siguiente resumió lo ocurrido en un titular que sigue resultando estremecedor a pesar del tiempo transcurrido: «Asesinado el ex alcalde de Echarri Aranaz en presencia de su hijo de trece años». El artículo contiene los datos principales del suceso y recoge a lo largo de varios párrafos en negrita las explicaciones que dio a los periodistas el benjamín de los Ulayar. Éste, en cualquier caso, no necesita la hemeroteca para describir los pormenores de una escena que se ha mantenido grabada en su memoria con sorprendente nitidez: «Eran casi las ocho de la tarde y yo estaba en casa, viendo en la tele "Érase una vez el hombre". Me encantaba aquel programa. Mi padre llegó de Lacunza y cuando se asomó al cuarto de estar le dije que se nos había acabado el gasóleo de la calefacción. Me pidió entonces que le acompañara a llenar un bidón. Fuimos al garaje, comunicado con el interior, y cogimos entre los dos un bidón grande, de 200 litros. La furgoneta estaba aparcada fuera, enfrente de la puerta de casa, y hacia allí nos dirigimos. Mi madre se quedó cerrando la entrada del garaje, que era corredera. Mi padre iba a coger la manilla de la puerta de la furgoneta y yo estaba al lado, con el bidón, cuando vi venir a un hombre que llevaba la cabeza tapada por una capucha».
Salvador Ulayar, que relata los hechos con una intensidad que los años no han amortiguado en absoluto, respira profundamente antes de continuar: «El hombre se paró a unos tres metros de mi padre, con las piernas separadas, y le apuntó con una pistola negra, mate y sin brillo, la recuerdo como si la estuviera viendo. Antes de que sonaran los disparos, en una diezmillonésima de segundo, llegué a pensar: "Me he quedado sin padre". Primero fueron tres tiros muy seguidos y luego otros dos, sonaron como petardos. Mi padre cayó al suelo y yo salí corriendo, creía que el encapuchado también me iba a disparar a mí».
Salvador Ulayar dobló la esquina de la casa familiar y se encontró con su madre: «Nos hemos quedado sin padre», le dijo a Rosa Mundiñano, que había oído las detonaciones desde el lugar en el que se hallaba. «A continuación, no se por qué, salí corriendo hacia donde había escapado el hombre que disparó. Les vi que huían rápidamente en un coche y les seguí hasta que doblaron por una calle. En aquel momento supe que ya no podía hacer nada. La gente iba entonces a misa».
También María Nieves, que tenía 16 años y que se encontraba en la cocina, friendo unas patatas, conserva intactos los tremendos recuerdos de aquella noche: «Oí unos tiros y presintiendo una desgracia salí corriendo a la calle. Vi a mi padre tendido en el suelo sobre un charco de sangre, pero me parecía que lo que estaba viendo no podía ser verdad, como si se tratase de una pesadilla. Hasta tal punto fue así que le cogí el brazo y empecé a estirárselo para que reaccionara. "Aitá, despiértate, despiértate", le gritaba desesperada. Chillaba y daba alaridos con todas mis fuerzas como si de ese modo pudiese salir de la pesadilla».
Lo que vino a continuación tiene un carácter brumoso en la memoria de los hijos del ex alcalde asesinado. El cuerpo de Jesús Ulayar fue introducido en casa, pero los intentos de reanimación resultaron inútiles. Cuando el médico certificó la defunción trasladaron el cadáver al piso de arriba, al cuarto de uno de los hijos. El domicilio se fue llenando de familiares y amigos, y también aparecieron algunos periodistas, que escucharon el relato de lo sucedido en la humilde cocina familiar. Toda aquella noche la pasaron en vela, aunque no han retenido demasiados detalles, «fue como un sueño». María Nieves sabe que en algún momento de la prolongada vigilia se escabulló de los grupos que se habían formado en el interior de la casa para darle el último adiós a su padre: «Cuando subí, el cadáver se había quedado solo. Quería darle un beso y mirar sus heridas. No tuve el valor suficiente para verlas cuando descorrí la sábana que lo cubría y al besarlo noté que estaba ya muy frío. Fue entonces cuando comprendí de verdad que nuestro aitá ya no estaba con nosotros, que se había ido para siempre».
Todos los hermanos recuerdan a «Chiqui», la perra que tenían, llorando «como una posesa» y arañando con sus patas la puerta de la estancia donde reposaban los restos de su dueño. «Es increíble cómo se dan cuenta de todo los animales», comentan, quizá para alejarse de aquellas horas que fueron el prólogo de una historia de dolor todavía inacabada.
Algunos de los recortes que guardaron recogen el transcurso del funeral, que se celebró el lunes 29 de enero, cuando los restos de Jesús Ulayar ya habían regresado de Pamplona, donde se efectuó la autopsia. Una de las informaciones aparece acompañada de una fotografía en la que se ve al hijo mayor, Jesús, dirigiéndose a las personas que abarrotaban la parroquia para agradecerles la compañía y los ánimos que les estaban prestando en momentos tan difíciles. En el texto se precisa que Jesús tenía entonces 23 años y que se encontraba haciendo la mili en Ceuta, pero no se dice cómo se enteró allí de la noticia. El interesado lo cuenta ahora como si la escena hubiese tenido lugar hace sólo unos días: «El capitán me hizo llamar a su despacho y yo entré sin saber para qué me quería. Me cuadré, le saludé, y me dijo: "Ulayar, tu padre ha sufrido un accidente y está muy grave". No sé qué me pasó por la cabeza en aquel momento, pero le dije: "Mi capitán, prefiero que me diga la verdad". "Le han pegado cuatro tiros y está muerto", me soltó entonces».
José Ignacio tuvo una experiencia similar cuando llegó a la estación de Echarri procedente de Pamplona, donde había estado aquella tarde. Al bajarse del tren vio un coche cerca y se dirigió al conductor para ver si le podía acercar al pueblo. Era un conocido de la familia que había acudido a esperarle y que le saludó con una frase que todavía resuena en sus oídos: «Han matado a tu padre».
María Nieves, por su parte, conserva una imagen del momento del entierro, cuando el ataúd con los restos de su padre fue descendido a la fosa, «fría y arcillosa» por el efecto de las lluvias recientes: «Aquel agujero me produjo una sensación de pena y abandono. Durante mucho tiempo, cuando llovía, recordaba de una manera irracional que él se estaba mojando bajo tierra».

IV. VIVIR EN SOLEDAD
«Tuvimos que aguantar la coletilla del "algo habría hecho"»

Aquellas explicaciones y aquellas imágenes tan brutales fueron sólo un anuncio de lo que se avecinaba, un aviso del vacío irremediable causado por los cinco disparos que sonaron como petardos, un adelanto del hueco insustituible que empezó a dibujarse en todos los ámbitos y en todos los escenarios de la vida familiar. En otra de las imágenes que publicaron los periódicos se ve, por ejemplo, cómo José Ignacio, entonces con 19 años, ayuda a introducir el féretro con los restos de su padre en la furgoneta de «Funeraria Jesús Ulayar». No se explica, sin embargo, que José Ignacio dejó aquel día su trabajo en una empresa de cerámicas de Echarri y que el martes, recién inhumado el cadáver, se puso al volante del vehículo familiar para retomar las gestiones que su padre había dejado inacabadas la semana anterior. Él era el único que podía hacerlo en aquel momento, ya que Salvador y María Nieves regresaron a sus clases en la escuela y Jesús, al servicio militar en Ceuta.
Los extractos bancarios que pidieron aquellos días deshacen las infundadas acusaciones de quienes decían que Jesús Ulayar se había enriquecido a costa del pueblo, y revelan a la vez las dimensiones del problema al que debieron enfrentarse la viuda y los cuatro hijos del asesinado: el saldo total no superaba las 500.000 pesetas. Con ese dinero y con el trabajo de un joven de 19 años tuvieron que salir adelante los cinco miembros de la familia.
Y aunque las cifras resultan casi inofensivas al lado del dolor inmenso y continuado, tanto las primeras como el segundo se hicieron más penosos a raíz de determinados episodios. Entre los papeles correspondientes a los primeros días después del atentado hay una cuartilla de mecanografía envejecida por los años que lleva la firma de Andrés Fernández de Garayalde. Es una carta que esa persona, vecina de Bilbao, envió a los Ulayar para transmitirles su pésame y para comunicarles que había hecho llegar 1.500 pesetas al Ayuntamiento de Echarri Aranaz con el fin de ayudar en los gastos del entierro. Los hermanos, según cuentan ahora, no habían tenido noticia del envío: «Preguntamos un tiempo después en el ayuntamiento y nos dijeron que no habían recibido nada. Cuando nuestras tías Martina y Petra le hablaron de la carta al secretario, éste las dejó como mentirosas delante de una multitudinaria asamblea que se había reunido para hablar de la detención de los autores del crimen. Sólo cuando ya habían transcurrido diez meses, y sin que nadie nos dijera nada, encontramos las 1.500 pesetas en nuestra cuenta. No esperábamos que el secretario se retractase y efectivamente no lo hizo».
Pronto descubrieron que tendrían que acostumbrarse a convivir con las falsedades de ese género, sucesos duros e «incomprensibles» que prolongaron durante años el eco de los disparos. Ya lo habían comprobado con el comunicado que hizo público ETA para reivindicar el asesinato, un texto de pocas líneas en el que se acusa a Jesús Ulayar de «actividades fascistas y antivascas». El recorte correspondiente sigue sonando como un insulto, más aun cuando junto a él se acumulan papeles y fotografías que evidencian de forma tan palmaria y contundente lo contrario.
Pero peor si cabe fue la vida cotidiana: atender en la tienda de electrodomésticos a «algunas personas que parecía que compraban un secador de pelo para lavarse la conciencia», escuchar furtivamente la tremenda coletilla del «algo habría hecho», recibir palmadas en la espalda de gente que nunca antes les había saludado, incluso de quienes habían criticado injustamente el trabajo municipal de su padre y le habían colocado las etiquetas que le condujeron hacia la muerte. «En Echarri seguían viviendo quienes habían colgado los sambenitos sobre Jesús Ulayar, quienes facilitaron la información precisa para asesinarlo y, como se supo después, quienes se encargaron materialmente de hacerlo», dice José Ignacio de la vida en el pueblo después del crimen.
Sí que hubo algunos vecinos que les arroparon en aquellos momentos difíciles y que les manifestaron su apoyo de un modo u otro, «y eso que allí la gente, por su carácter, por su forma de ser, no es muy dada a manifestar sus sentimientos». «Algunos venían a la tienda y compraban algo», recuerdan de una época en la que el interior del pequeño comercio se convirtió en un espontáneo termómetro de la situación.
A partir de ésa y de otras referencias, aseguran que el balance de los años posteriores a la muerte de su padre resultó en conjunto bastante desolador.«Fue casi siempre la soledad más absoluta», lo resume Jesús.

V. DETENCIONES Y JUICIO
«Decían que los autores no podían ser gente del pueblo»

Entre las informaciones de prensa que guarda la maleta de los Ulayar hay un puñado de ellas fechadas entre el 10 y el 13 octubre de 1979, diez meses después del crimen. Las primeras explican que la Guardia Civil había detenido en Arbizu a cinco jóvenes de la Barranca que acababan de ametrallar la casa cuartel de Lecumberri. En las posteriores se precisa que los arrestados formaban parte del comando Sakana de ETA militar y que ellos habían sido los autores del asesinato de Jesús Ulayar. Ninguno de los nombres resultó desconocido para los cuatro huérfanos: aunque les llevaban algunos años de diferencia, los hermanos Vicente y Juan Nazábal Auzmendi habían compartido con ellos las mismas calles del pueblo, las mismas fiestas, las mismas romerías, la misma escuela, escenarios comunes que la identidad de los asesinos volvió a llenar de dolor. Otro de los detenidos, Eugenio Ulayar Huici, era hijo de un primo carnal de Jesús Ulayar. En 1980, la sentencia de la Audiencia Nacional estableció que había colaborado sin saberlo –él se reunió con los autores materiales después de perpetrado el crimen– en el asesinato de su pariente. Salvador, sin embargo, asegura que lo vio minutos después de los disparos junto al lugar de los hechos.
Las detenciones, el juicio y la sentencia acallaron también los comentarios que había soportado en los meses anteriores la familia del difunto sobre la procedencia de los autores. «Todos, incluidas muchas personas de buena voluntad, sostenían que era imposible que a nuestro padre lo hubiese matado alguien del pueblo», cuentan de entonces. «Años después», añade Salvador, «en una ocasión en la que venía de Echarri a Pamplona en tren, coincidí en el departamento con una señora del pueblo. Empezamos a hablar y al final me dijo que a ella ya le habían comentado quiénes eran los que mataron a mi padre poco después del atentado».
En la sentencia, nueve folios fotocopiados y unidos por una grapa, se pueden leer las penas que el tribunal impuso a los cuatro procesados: 27 años y 22 años respectivamente a los hermanos Vicente y Juan Nazábal, como autores del asesinato; doce años a Jesús María Repáraz Lizarraga, por cómplice de los anteriores; y seis a Eugenio Ulayar, por encubridor del crimen. A los dos primeros también se les condenó por haber robado el coche que utilizaron el día del atentado.

VI. EL AMBIENTE DEL PUEBLO
«Colgaron en el ayuntamiento los retratos de los asesinos»

En cualquier caso, la viuda y los hijos de Jesús Ulayar no siguieron de cerca el proceso judicial, y no porque no les interesara sino porque nunca nadie les informó de nada. «Ni siquiera supimos que podíamos haber ejercido la acusación particular», se resignan cuando ya han pasado veinte años desde que la Audiencia Nacional emitiese la sentencia, fechada el 26 de junio de 1980. En cambio, no tuvieron más remedio que padecer las consecuencias de otro de los procesos que abrió el crimen, un juicio paralelo que se prolongó durante años y que tuvo por escenario el salón de plenos del ayuntamiento, la misma sala, paradójicamente, que había conocido unos años antes la dedicación y los quebraderos de cabeza del alcalde Jesús Ulayar.
Entre los distintos materiales que contiene la maleta de sus hijos hay una sencilla carpeta de color crema que guarda los sucesivos borradores de un escrito que José Ignacio Ulayar, «en su nombre propio y en el su madre, doña Rosa Mundiñano Ezcutari», remitió al consistorio de la localidad. La versión definitiva, deudora de innumerables precisiones y matices que aparecen corregidos en las anteriores, lleva la fecha del 8 de marzo de 1995. Fue redactada tiempo después de que la corporación hubiese nombrado hijos predilectos a los autores del asesinato y viene a ser un resumen del paisaje en el que desenvolvió la vida de la familia Ulayar después del 27 de enero de 1979.
«Desde el día en que fueron detenidos los asesinos de mi padre y durante estos dieciséis años», dice uno de los párrafos, «el comportamiento del Ayuntamiento ha sido, siendo benévolo con la calificación, de una total falta de respeto con la familia Ulayar-Mundiñano y para nuestros derechos como ciudadanos de Echarri Aranaz».
«Hemos tenido que soportar», se lee más adelante, «que el Ayuntamiento llegara a la indecencia de nombrar hijos predilectos de Echarri Aranaz a los asesinos de mi padre, lo que no sólo es un insulto permanente para nuestra familia sino que, además, es un manchón que no tiene precedente en la historia de nuestro municipio». Y añade un poco después: «Se han abonado con cargo al presupuesto municipal –y, por tanto, también con nuestros impuestos– ayudas a los familiares de lo condenados, o a los propios presos. Se han utilizado las dependencias municipales y la vía pública para ofender la memoria de mi padre haciendo apología de su asesinato, pues no otra cosa significa, por ejemplo, el hecho repetido y sistemáticamente permitido de que en las fiestas patronales se coloquen en la fachada principal del ayuntamiento grandes fotografías de los verdugos de mi padre en una pancarta, en alguna ocasión colocada por el propio alcalde. Lo mismo ha ocurrido con los programas de fiestas, mostrando en la contraportada una foto del ayuntamiento con la citada pancarta así como dedicando muchos años el primer día de fiestas a los asesinos. Para más "inri" hemos llegado a recibir la visita del concejal solicitando ayuda económica para confeccionar el programa».
El documento de José Ignacio Ulayar, que en las últimas líneas solicitaba que se retirase el título de hijos predilectos a los asesinos de su padre, fue rechazado por el ayuntamiento: votaron en contra los cuatro concejales de HB y los seis restantes, de EA y PNV, «se dieron por enterados del escrito sin entrar en la votación del mismo», según se lee en el acta de la sesión.
El fracaso de la iniciativa podría añadirse a los hechos y las circunstancias entrecomillados más arriba: como aquéllos, permite intuir la prolongada soledad de la familia, apenas amortiguada, como se ha indicado, por algunas amistades que se mantuvieron fieles a pesar de la terrible frontera que estableció el asesinato. Cuando se refieren a su situación, al contraste tan llamativo que el tiempo ha ido creando entre el olvido de las víctimas y el homenaje de los verdugos, los hermanos Ulayar mencionan un detalle concreto que simboliza de algún modo todos los demás: «Es significativo y sangrante que los hermanos Nazábal fueran nombrados hijos predilectos del pueblo mientras que donde cayó asesinado nuestro padre haya colocados tres contenedores de basura», se lamentan María Nieves y Salvador.
Esas injusticias han tenido a su vez manifestaciones a escala en las vidas cotidianas de los cuatro hermanos. María Nieves todavía se duele de las que sufrió en el colegio, cuando aún no había transcurrido un año desde el atentado: «El día en que detuvieron a los asesinos, por ejemplo, yo me enteré de la noticia en casa, mientras comíamos. Media hora después comenzaban las clases. Fui allí con el ánimo trastocado, esperando encontrarme lo que finalmente me encontré: al entrar al aula percibí la mirada inquisitiva de algunas compañeras. Hice ver que no me daba cuenta, pero al cabo de un rato, como persistían en su actitud, me volví hacia ellas y les pregunté con firmeza si tenían algo que decir. Se limitaron a bajar la cabeza. No había otro remedio que convivir en aquel ambiente surrealista en que la víctima era la perseguida y los culpables y los asesinos terroristas eran los héroes y los mártires».

VII. LAS EXCARCELACIONES
«Deshonraría a mi padre si no les recuerdo lo que hicieron»

Con todo, lo peor aún estaba por llegar. Los largos años de injusticia y abandono masticados en silencio, sin testigos, llegaron a acostumbrar a la familia a una convivencia estrecha e inevitable con el dolor, pero no resultaron suficientes para impedir que las heridas del atentado se reabrieran bruscamente en 1996, cuando salió de la cárcel Vicente Nazábal Auzmendi, el autor material de los disparos según la sentencia de la Audiencia Nacional. El ex preso recibió el homenaje de la localidad, de buena parte de ella, incluida una comida popular y un pasacalles festivo que desfiló por delante del domicilio familiar de los Ulayar. El 3 de agosto, además, el ex preso lanzó desde el balcón de la casa consistorial el chupinazo que abrió las fiestas patronales de aquel año. En las fotografías que se publicaron del acto se le ve acercando el mechero al cohete en compañía de Francisco Javier Huici Mendiola, que también había salido de la cárcel poco antes.
Los periódicos, en cambio, no dijeron nada del incidente que se produjo unos días más tarde, cuando José Ignacio Ulayar, que paseaba por las calles de Echarri con su mujer y su hijo pequeño, vio venir de frente a la persona que había matado a su padre. «Al llegar a su altura le dije que era un asesino, un sinvergüenza y un caradura. Él levantó la pierna y me pegó una patada en el pecho a la vez que me llamaba hijoputa. La gente que estaba alrededor lo apartó mientras a nosotros nos avasallaban. Después de 17 años, la primera palabra que escuché del asesino de mi padre fue ésa, "hijoputa"».
Tras aquel episodio se produjeron otros similares, aunque los cuatro hermanos Ulayar aseguran que nunca han insultado a los autores del atentado. «Yo me he limitado a decirles lo que son», explica Jesús Ulayar, «creo que si no lo hiciese estaría deshonrando a mi padre. No les he acusado de nada que no hayan hecho».
Cuenta José Ignacio que en el último encontronazo que tuvo con Vicente Nazábal, éste, tras escuchar de nuevo que era «un asesino, un caradura y un sinvergüenza» –«siempre le he dicho lo mismo»–, se encaró con él y le preguntó: «¿Vas a estar así toda la vida?». Y que él respondió: «Sí, porque serás un asesino hasta que te mueras». «Él, entonces, me dijo: "Garbitukoaut". En el vasco de Echarri, eso quiere decir "Te voy a limpiar"».
Los sucesos descritos, unidos a otros similares que se han registrado en algunas localidades del País Vasco, constituyen el prólogo de una situación que lleva camino de multiplicarse en los próximos años, cuando vayan saliendo de la cárcel los autores de los cientos de atentados perpetrados por ETA.
En el caso concreto de los Ulayar, el malestar que provocaron las excarcelaciones –Juan Nazábal abandonó la prisión en 1998 y también disparó el chupinazo del año siguiente– ha crecido en los dos últimos años al constatar que los autores de la muerte de su padre no han mostrado el más mínimo arrepentimiento por lo que hicieron. Más aun, en una ocasión en la que coincidieron en Urgencias con Jesús, y después de que éste les volviera a recordar lo que habían hecho, Juan le golpeó en la cabeza y Vicente le apuntó con un paraguas simulando que era un arma. Jesús los denunció en el juzgado y se celebró un juicio de faltas. Aunque el caso quedó sobreseído, la vista oral contribuyó a tensar los ánimos y sirvió para poner una vez más de manifiesto los distintos apoyos de los verdugos y las víctimas: los primeros estuvieron arropados por amigos y conocidos mientras que las segundas volvieron a sentir el peso de la soledad.
Los Ulayar, de todos modos, también han contado con la ayuda y el cariño de algunas personas y colectivos. Repasando la documentación que tienen guardada se descubren cartas y convocatorias de la Asociación Víctimas del Terrorismo, tanto de la oficina central de Madrid como de la delegación de Pamplona, así como varias misivas de Jaime Ignacio del Burgo, el único político, según dicen, que ha traducido a hechos concretos las palabras que ha pronunciado públicamente sobre el problema del terrorismo y el de quienes lo han padecido de forma directa. Entre los papeles que conservan, y es una muestra entre varias, se encuentra el recorte del artículo que escribió Del Burgo a propósito del chupinazo que lanzó Vicente Nazábal en Echarri. «Se podrá decir que han saldado su deuda con la sociedad», se lee en el texto, «aunque la sangre de un inocente clamará siempre contra ellos. Al otorgarles el privilegio de lanzar el chupinazo, HB ha demostrado, una vez más, su compromiso político con la violencia criminal».
Del resto de la clase política, y de las instituciones en general, apenas han obtenido otra cosa que silencio, en contraste con la comprensión recibida de «personas de buena voluntad», a pesar de que algunas de éstas callasen en público lo que habían manifestado en privado. Tampoco en la parroquia, donde reconocen haber forjado magníficas amistades, han encontrado siempre el apoyo que hubiesen deseado. Aseguran, en ese sentido, que a algunos de los sacerdotes que han pasado por Echarri en los últimos años les han tenido que escuchar que a los miembros de ETA no se les puede llamar terroristas. «Siempre hemos oído peticiones por los presos y por los refugiados mientras que las oraciones por las víctimas han sido algo excepcional», se queja José Ignacio.

VIII. EL FUTURO
«Espero saber educar a mis hijos en el respeto a la vida»

Los Ulayar, en cualquier caso, creen que han aprendido a vivir sin odio, sin rencores que les consuman por dentro. «Pienso que en eso hemos tenido suerte», dice Jesús. «Hay otras víctimas que tienen que recibir ayuda psicológica, o que deben medicarse. A nosotros nos ha ayudado mucho la fe que nos transmitió nuestro padre».
Ningún consuelo será suficiente para llenar el hueco que causaron los cinco disparos, una ausencia que los cuatro hermanos han lamentado en muchas circunstancias de sus biografías, desde María Nieves, a quien le hubiese gustado ver a su padre caminando hacia el altar junto a ella el día de su boda, se lo imagina incluso deleitándose con sus nietos, hasta Salvador, que «hoy más que nunca» hubiese agradecido su conversación y sus consejos.
Sin embargo, aquella brusca desaparición que les obligó «a madurar de golpe» les dejó a la vez como herencia un planteamiento firme ante la vida y ante la violencia. María Nieves lo expresa con precisión: «Puedo sentir rabia, impotencia, injusticia o incomprensión, pero gracias a la fe que mi padre me enseñó no siento odio. Eso no me dejaría ser feliz, amargaría mi vida y la de mis hijos, a los que quiero y a los que espero saber educar en el respeto a la vida y a los demás, sin sembrar rencor en sus corazones. Eso sí, algún día sabrán quién y cómo fue su abuelo, su aittuna, y cómo murió víctima del odio y del terror».

Javier Marrodán Ciordia